Vacaciones curriculares

En nuestro mundo global y comercializado, se ha convencido al público de que viajar en vacaciones es un requisito indispensable para tener una buena vida. Un empleado medio pertenece a una especie de jet set modesta, y sus aventuras consisten en las experiencias más o menos enriquecedoras o hedonistas que su presupuesto le permite, que suelen ser predecibles y adocenadas, a pesar de las expectativas generadas por una publicidad que promete paraí­sos a un lado u otro del planeta. Los turistas vuelven a casa más ligeros de bolsillo, con sus vivencias fosilizadas en fotos o souvenirs -de qué sirven unas vacaciones que no se pueden plasmar en Facebook- y dispuestos a continuar su vida alienada, reasegurados de que no hay como viajar para saber lo bien que se está en casa, aunque no por mucho tiempo.

Viajar en avión hoy en día es como hacerlo en autobús hace 50 años, especialmente con campos de concentración voladores como Ryanair o EasyJet. Es una aventura banal, iniciada con molestos controles de seguridad en el aeropuerto, donde hay una aburrida espera en medio de tiendas duty-free que ofrecen la parafernalia del sibarita de centro comercial genérico: perfumes, alcohol, tabaco, chocolates y delicatessen a granel, relojes y baratijas de diseño, y todo a precios tan elevados como en cualquier comercio fuera del aeropuerto.

Una vez llegado al destino, la oferta destinada al que no reside a la ciudad se suele limitar al escaparate que se vislumbró en internet, añadiendo la suciedad que no se ve en las fotos: paseos alrededor de iconos urbanos, barrios bohemios gentilizados, restaurantes creativos en el precio y dudosos en lo nutricional, centros comerciales y mercados callejeros con mercancía idéntica a la de cualquier otra ciudad, y, por supuesto, museos, los templos de peregrinación cultural donde se amontonan reliquias santificadas por los sagrados nombres del artista y del tiempo. Las vacaciones naturalistas no difieren demasiado, aunque el panorama de calles y tiendas cambia por el de paisajes de mar o montaña. Para coger una bicicleta y subir cuesta arriba generalmente no hace falta ir al otro extremo del mundo.

Un turista bastante frecuente es el que insiste en que él no es turista, sino viajero. No le gustan los turistas. De hecho, los odia, y a la vuelta de sus viajes se queja de que lo peor de su experiencia fue la gran cantidad de turistas que lo inundaban todo. Él es mejor que los demás, sólo viaja a destinos “auténticos”, y le parece lamentable que esos lugares reales, con cultura e historia, o con paisajes vírgenes, hayan dejado de ser lo que eran porque están invadidos por una multitud, armada con móviles, que roba el alma a los monumentos al hacerse selfies con ellos de fondo. Él no se siente parte de esa multitud, aunque sea uno más.

Este tipo de turista, muy frecuentemente un hipster semi-educado en alguna universidad occidental a costa de exprimir los ahorros de sus progenitores o de onerosa deuda bancaria, suele ser dogmático en la necesidad de viajar para adquirir cultura, y como todos los dogmáticos, tiene un insistente y desagradable sentido de misión. Proselitista en su cruzada -aunque secretamente esperanzado en seguir siendo superior- poco menos que demoniza a los turistas que viajan a relajarse a lugares como Ibiza, Florida o Dubai, que considera artificiales y totalmente desprovistos de alma. El cultureta consume museos y galerías como otros degluten hamburguesas. Los tiene que visitar todos.

En todo centro de trabajo hay al menos un cultureta.

“¿En serio? ¿A Dubai? ¿En serio? “

“Pfff.. .. qué horror”

“Podríais ir a Jerusalén, a Beirut, a Estambul. Sitios con historia”.

Sí, se puede ir a Estambul. Como cualquier gran ciudad, un conjunto de contradicciones. Junto a la incomparable belleza de los monumentos del Bósforo, la suciedad, la falta de espacios verdes, el tráfico infernal, el deficiente transporte público, la decrepitud de zonas como Taksim y Tarlabacı, la insistencia de los buscavidas al avistar al turista, la mediocridad de los restaurantes del centro.

También se puede ir Dubai, donde el metro es moderno y eficiente, y los taxis limpios, cómodos y con conductores que usan el taxí­metro y respetan su precio. Dubai es ciertamente una ciudad muy limpia y segura, donde se puede dejar la mochila en la playa, que nadie la va a robar. Las playas son de arena limpia y agua clara, y tienen buenos servicios. La arquitectura es impresionante, de edificios ultramodernos, muchos con un elegante toque árabe. Incluso los centros comerciales son especiales. Dubai Mall, por ejemplo, impresiona por sus dimensiones, la variedad de sus tiendas y la calidad de su diseño: el acuario, el souk del oro…

Qué sentido tiene denostar una obra como Dubai Mall para después alabar el Gran Bazar de Estambul, simplemente porque “tiene historia”? ¿Qué historia? ¿La historia de miles de transacciones comerciales triviales? Un mall es un bazar, pero moderno, con aire acondicionado y aseos limpios, y con posibilidad de comprar productos de todo el mundo. El Gran Bazar es un centro comercial viejo, de pasillos estrechos, donde todas las tiendas venden las mismas especias y las mismos objetos de artesaní­a falsa. Dubai es una ciudad magní­fica, y no es lógico criticarla y al mismo tiempo admirar la arquitectura de una ciudad como Chicago o Nueva York. Es fácil relajarse en Dubai, si no se tienen demasiadas expectativas.  Estambul, por otra parte, no se puede conocer en diez o quince dí­as. Es una ciudad impresionante que requiere tiempo y reflexión. La habitación del hotel, a menudo un lugar sórdido que apenas se parece a las fotos de booking.com,  es simplemente el lugar donde caer medio muerto en la cama después de un largo día deambulando por la ciudad guí­a en mano. Y hoy en dí­a, con la competencia que hay, componer y mantener un Facebook interesante es una labor agotadora.

Ilustraciones del autor.

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