La moda

La industria informática moderna ha conseguido que el consumidor tenga que renovar sus ordenadores o teléfonos móviles al manufacturarlos con una obvia obsolescencia programada: no sólo se lanzan constantemente nuevos modelos con más velocidad o memoria, sino que los sistemas operativos y las aplicaciones son también constantemente actualizadas, logrando que un dispositivo perfectamente funcional sea completamente inútil por incompatibilidad. Al mismo tiempo, los ordenadores y los móviles se convierten en indeseables por criterios meramente estéticos: la existencia de un nuevo diseño implica la pérdida de valor como símbolo del anterior. 

Ya en 1930, un pionero de la publicidad moderna, Earnest Elmo Calkins, acuñó una expresión que se aplica perfectamente a su industria: “la ingeniería del consumo”. La publicidad ciertamente persuade al consumidor para sustituir la necesidad por el deseo, asociando los objetos a status sociales y periódicamente haciéndolos caducar como tales. 

Los profesionales del marketing descubrieron que el uso del color es una de las formas más baratas de que un objeto pase de moda, y en 1955 los fabricantes de automóviles norteamericanos, aparentemente de forma coordinada, pintaron sus modelos de colores llamativos, y en 1956 lo hicieron con tonos discretos; también en 1956 las máquinas de escribir y los teléfonos, tradicionalmente de color negro, salieron al mercado en una amplia gama de colores (1). 

En 1998 Steve Jobs regresó a Apple, compañía a la baja, y consiguió una gran cuota de mercado con el iMac, ordenador personal en lo que lo único verdaderamente revolucionario era el diseño y la gama de colores: tradicionalmente, los ordenadores se diseñaban como típicos objetos de oficina: negros, beige o plateados, según la temporada. El iMac era un producto caro, pero los profesionales del marketing siempre han sabido que una de las formas de hacer de un producto un símbolo de status es el precio: como escribió el poeta Antonio Machado, “todo necio confunde valor y precio”. Apple, ciertamente, hace un uso habitual de las estrategias de cambio de color y sobreprecio.

Por supuesto, no hay una industria que haga un uso más extenso del color y del precio desproporcionado para conseguir la obsolescencia psicológica que la industria textil, y probablemente es también la industria que proporciona de forma más fácil la ilusión de pertenecer a un grupo social más elevado. La moda es uniforme y disfraz, y el snob imita a la clase social superior en la forma -vestimenta, acento, modales- ya que no puede hacerlo en lo esencial, el dinero. Por supuesto, en todo momento hay diferentes modas, e incluso el iracundo anti-sistema o el más o menos irónico hipster adoptan uniformes proporcionados por la industria textil. La moda es conformismo, y todo el mundo se conforma: pertenece a algo, o muere en aislamiento.

Aunque tradicionalmente la mujer y la juventud han sido los clientes paradigmáticos de la moda, en los años 50 hubo un gran empuje del marketing norteamericano por hacer del hombre -antaño despreocupado por la imagen y satisfecho con indumentaria práctica, cómoda y funcional- una especie de petimetre derrochador de una parte considerable de sus ingresos en ropas y accesorios con estilo pretencioso y precio a la par. Un reloj de lujo, por ejemplo, puede costar el salario medio anual de cualquier país occidental, sin que tenga más utilidad que un reloj digital barato. Con el mismo esfuerzo de marketing, los fabricantes de gafas de sol consiguieron ventas considerables en lo más profundo del invierno. En el año 2003 se vendieron 60.000 coches descapotables en el Reino Unido -el doble que en Italia y 10 veces más que en España- a pesar de que el promedio de días de sol es de 51 al año, frente a los 140 de sus vecinos del sur de Europa. 

Con todo, la mujer y la juventud siguen siendo los clientes primordiales de la industria de la moda. A la mujer se le ofrece la ilusión de realzar su atractivo, y a la juventud de expresar su identidad -ambas promesas, evidentemente, desencadenando en un duro choque con la realidad tarde o temprano. El mercado juvenil se ha expandido hasta incluir los veinte y los treinta años de edad: en las sociedades decadentes, la natalidad es menor y con más retraso, y el entretenimiento se alarga: es el síndrome de Peter Pan. El narcisismo es común a ambos sexos, y tan común es ver a una mujer de edad venerable vestida como una especie de grotesca Lolita como a un hombre inútilmente poniendo a luchar sus músculos contra el tiempo. La moda es reflejo de una sociedad y al mismo tiempo la forja. En los 90, los diseñadores acuñaron el término supermodelo para describir a una mujer delgada, de aspecto poco fértil, en obvio contraste con la belleza voluptuosa de moda en los años 50, tras la segunda guerra mundial, época de afluencia económica y expansión demográfica.

Se cuenta la anécdota de que Steve Jobs, en el proceso de contratar a John Sculley, antiguo CEO de Pepsi y de Coca-Cola, le presentó un interesante dilema: “¿Quieres seguir vendiendo agua azucarada el resto de tu vida o quieres venir conmigo y cambiar el mundo?”. John Sculley pasó de vender agua azucarada a vender ordenadores de colores. Quizás a los diseñadores de moda se les podría plantear si quieren seguir pasando el resto de su vida vendiendo ropas de payaso o cambiar el mundo, pero la respuesta sería seguramente más que predecible.

1-Vance Packard. The Hidden Persuaders, 257-8.

Fotos de pixabay.com (1 BarbaraJackson, 3 Free-Photos, 4 AhmadArdity). Foto 2 de apple.com. Foto de portada del autor.

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